martes, 16 de septiembre de 2025

Tres entregas más

Cuando el marido de Elena bajó a desayunar, dos horas y media más tarde que ella, le preguntó con la boca torcida si no hubiera sido posible esperar a que todos estuvieran despiertos para poner la lavadora. También le preguntó si había café y si ese día no iba a hacer aquellas tortitas tan ricas que había hecho la semana anterior. Elena respondió que esa mañana no tocaban tortitas y que el café estaba en la cafetera. Sobre la lavadora decidió no decir nada. 

Elena tendía la colada en un tendedero plegable de plástico blanco y rojo, colocando estratégicamente cada calcetín y cada camiseta para aprovechar el espacio al máximo. Mientras se tomaba su café, su marido le contaba que un amigo suyo estaba hecho polvo porque unos días atrás le habían robado el coche: cuando había ido a cogerlo para ir a trabajar por la mañana ya no estaba donde lo había aparcado. 

—Los del seguro no se hacen responsables —le explicó—, y en la policía le han dicho que es muy poco probable que puedan encontrarlo. Dicen que a estas alturas estará ya en el África Subsahariana con una matrícula de Mauritania, o que igual lo están vendiendo ya por partes en algún país de Europa del Este. 

—¿Qué coche era? 

—Un todoterreno Nissan. Un Qashqai. Lo tenía solo desde hace unos seis meses. 

Al tiempo que estiraba unos vaqueros de niño y los tendía boca abajo, Elena le preguntó si la policía tenía alguna idea de quién podía haberlo hecho. Su marido le explicó que sería probablemente una red especializada de profesionales, como una mafia, y le contó que no era el primer coche que robaban en la urbanización y que parecía que iban ya cuatro ese año. Entonces su marido sacó un par de rebanadas de pan de molde y las puso en la tostadora. Después se acercó a la nevera y sacó una tarrina de mantequilla y un bote de mermelada de fresa. 

Elena terminó con la lavadora y subió a cambiarse. Después, mientras se maquillaba delante del espejo antes de salir para ir al trabajo, pensó que le gustaría encontrar una buena manera de disimular las ojeras, aunque tal vez no hubiera nada que se pudiera hacer, y que algún día, quizá, unos meses más adelante, podría por fin dormir lo suficiente y descansar. En el autobús a Moncloa trataría de echar una cabezadita. 


Ese mismo día, Elena se había levantado a las siete menos cuarto, y se había lanzado como un felino sobre su móvil, como en tantas otras ocasiones, para que la alarma no despertara antes de tiempo a su marido, que dormía boca abajo a su lado y roncaba ligeramente. Después se había duchado con agua menos caliente de lo que le hubiera gustado. Antes de bajar se había asomado a la habitación de su hijo Marcos y había recordado que faltaban ya solo dos meses para que cumpliera cinco años y se había preguntado cómo le gustaría que pasaran el día de su cumpleaños y qué tarta le gustaría que le hiciera. Ya abajo, en la mesa del salón, al lado del portátil de su marido, había encontrado dos latas de cerveza vacías y una bolsa de patatas fritas a medias que se había quedado abierta toda la noche. Había recogido las latas, había quitado con una bayeta amarilla la marca que habían dejado en la mesa, y había cerrado la bolsa de patatas fritas y le había puesto una pinza antes de guardarla en su sitio. Después se había acercado a la trampa casera para ratones que ponían entre el salón y la cocina todas las noches desde hacía dos semanas, y había comprobado que la cucharada de mantequilla de cacahuete que habían colocado como cebo seguía en su sitio. No había ningún ratón atrapado. Nunca lo había. Después había guardado la trampa en el armario donde estaban las escobas, el recogedor y la fregona, que era donde la escondían para que nadie, incluido Marcos, pudiera enterarse de que había ratones en la casa. Después, al ir a sacar la basura, había visto que otra vez había caquitas de ratón al lado del cubo. Las había recogido y había limpiado las baldosas con un espray y un pañuelo de papel. Había sacado la basura, se había lavado las manos a conciencia, había hecho el café, había pelado y troceado una manzana y la había colocado en un pequeño plato de plástico en la mesa. Entonces había subido para despertar a Marcos, que al darse cuenta de que estaba todo mojado se había puesto a llorar. Lo había tranquilizado, duchado y vestido y lo había dejado desayunando mientras ella subía para quitar las sábanas de su cama y poner unas nuevas. Después había escurrido bien en el agua de la bañera las sábanas mojadas, los calzoncillos y el pijama de Marcos antes de meterlo todo en la lavadora y de ponerla en marcha. Entonces, mientras el niño se tomaba sus cereales poquito a poquito y ella le daba un par de tragos a un café, Elena había respondido a un par de mensajes en el móvil, al segundo de ellos diciendo que vería lo que podía hacer. Entonces había hecho un pequeño vídeo en el que Marcos salía diciendo “buenos días, abuela” y se lo había enviado a su madre. Luego había conseguido convencerlo de que era importante comerse ese último trozo de manzana para estar sano y fuerte y le había limpiado bien la cara con un poquito de agua y una servilleta antes de salir de casa. Por el camino al jardín de infancia habían cantado juntos una canción que le gustaba mucho a Marcos, y después habían tenido un pequeño susto delante de un paso de cebra porque un todoterreno Audi negro no se había querido parar. Elena había memorizado su matrícula y sabía que no la iba a olvidar. Luego, al dejar a Marcos en el jardín de infancia había escuchado sin querer la conversación de dos madres que se quejaban de que había sudamericanos por todas partes, incluso en la urbanización, que no había seguridad y que estaba todo más sucio que antes, y había decidido hacer como si no hubiera oído nada y tratar de no pensar en ello. De vuelta a casa había vaciado el lavaplatos y había tenido que fregar a mano dos platos que no habían salido bien porque alguien los había metido sin antes aclararlos como era debido. Luego había recogido el desayuno. Entonces había sacado de nuevo la trampa para ratones y la había ajustado pegando una moneda de dos euros con celo en la parte de abajo de la trampilla para que el contrapeso fuera el adecuado, y la había vuelto a guardar en su sitio. Después había sacado la ropa de la lavadora y había comenzado a colocarla en el tendedero cuando había bajado su marido y le había preguntado por el café y por las tortitas. 


A las dos de la madrugada de la noche siguiente Elena apagó la alarma de su móvil y salió de la habitación sin hacer ruido. Entonces se puso la ropa de ir a correr y preparó la mochila: guantes, herramientas, cartera, libro de familia y trescientos euros en efectivo por lo que pudiera pasar. Antes de salir de casa comprobó que no había ningún ratón en la trampa. Ya fuera, abrió la aplicación de Adidas en el móvil y empezó a correr a ritmo suave en dirección norte. Aunque el primer kilómetro se le hizo un poquito largo, estaba contenta de ver que a esas horas hacía mucho menos calor que por el día y que no había nadie en la calle. Eso era exactamente lo que necesitaba. Mientras avanzaba por su recorrido de siempre se iba fijando en las casas que conocía ya casi de memoria. Algunas le parecían más bonitas y aparentes y otras menos, pero casi todas le generaban un sentimiento de envidia que ya le era familiar. Pensaba que seguro que no había ratones en ninguna de ellas. Al mismo tiempo iba comprobando que las que tenían todavía alguna luz encendida eran las que ella ya sabía que tendrían alguna luz encendida, y que eran las menos. La voz de la aplicación le iba informando de cuántos minutos había tardado en recorrer cada kilómetro, del tiempo que llevaba corriendo en total y del ritmo que llevaba. Como casi siempre, el cuarto kilómetro había sido el más rápido. Esa vez lo había hecho en cinco minutos y diecisiete segundos. Pensó que estaba yendo demasiado deprisa y que no debería cansarse demasiado. No era prudente. A mitad del kilómetro cinco le llamó la atención un Volkswagen Touareg azul aparcado en la calle. Entonces dejó de correr, paró la aplicación y deshabilitó la localización en su móvil. Examinó el coche. ¿Por qué les gustarían tanto los todoterrenos? A juzgar por la matrícula parecía bastante nuevo y no tenía ningún golpe. Además estaba lo suficientemente apartado para sus intereses. Entonces Elena apagó como siempre la parte de su cerebro que le hablaba de riesgos y de consecuencias, se puso los guantes, sacó las herramientas de la mochila, forzó la cerradura tratando de no dejar marcas, subió al coche e hizo un puente para arrancarlo. Unos minutos más tarde, mientras conducía por la A6 hacia el punto de encuentro con el intermediario, pensaba que la dirección estaba un poco más suelta de lo que había imaginado, y que la cuarta marcha era un poquito corta para su gusto. También repasaba mentalmente los cálculos que habían ocupado su cabeza desde hacía meses: tres coches más. Solo tres entregas más y habría reunido por fin el dinero suficiente para poderse divorciar con las espaldas bien cubiertas y vivir por fin con Marcos en una casa para ellos dos solos. 


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Nota: Gracias de nuevo al blog de Literautas por la inspiración y el ejemplo: 

https://www.literautas.com/es/blog/post-20364/reto-de-escritura-veraniega/



viernes, 12 de septiembre de 2025

Soy un inconsciente

Conocí a Fabián durante los dos años que tuve que pasar en Manglares, a mediados de los noventa. No era mal chico, era bastante limpio y ordenado y tenía sentido del humor, lo que en aquellas horas largas se agradecía bastante, pero el problema era que también tenía muy poca cabeza y mucha facilidad para caer en provocaciones, hablar cuando tocaba callar, y meterse con quien era mejor dejar tranquilo. Más de una vez tuve que sacarlo de algún lío. No hubiera debido hacerlo, pero de verle la cara todos los días me daba pena y es que yo soy así de gilipollas y no aprendo nunca. Igual que cuando consiguió dar conmigo ya en la calle, en Madrid, un par de años más tarde, y me lió para desvalijar una casa en la que resultó que había un crío escondido en un armario. i

Me había dado los detalles el día anterior nada más, en el parque de al lado de la M-30. Estaba más delgado que en Manglares y las cuencas de los ojos se le marcaban más de lo que deberían. Tenía cicatrices en los brazos, pero no quise preguntar. Fumaba un cigarrillo tras otro y no paraba de mover la pierna derecha, haciendo que temblara todo el banco y poniéndome a mí de los nervios. Me contó lo que había venido siendo su vida desde que lo habían dejado salir de Manglares un año atrás. Había conseguido un trabajo de mecánico en el taller de un amigo de su padre, en Pinto, al lado del polideportivo, y había estado tranquilo y viviendo con su familia durante unos meses, pero un día se metió en una pelea y terminó rompiéndole la mandíbula a su jefe con una llave inglesa. No lo denunciaron porque nadie de aquel taller tenía ganas de ver a la policía ni en pintura, pero perdió su trabajo. No había tenido el valor de volver a casa de sus padres con esa papeleta, y desde entonces había estado dando tumbos y acumulando deudas. Decía que había gente que lo seguía por la noche y que lo estaba volviendo más loco de lo que ya estaba. Entonces se le ocurrió la idea de ponerse a mirar pisos. Se compró una libreta y se puso a apuntar los horarios y costumbres de la gente. 

—Es un tercero exterior en López de Ayala, muy cerca del Corte Inglés de Goya —me dijo—. Gente de pasta. En el segundo hay una notaría, para que te hagas una idea. 

—¿Y el portero? 

—Los domingos no está. Se va a Villaverde a ver a su madre. 

—¿Cómo lo sabes? ¿No habrás hablado con él, verdad? 

—No, hombre, no. Lo he seguido alguna vez, nada más. 

—¿Estás seguro de que no van a estar en casa? 

—Claro, hombre. Estate tranquilo. No los he visto en una semana ya, y el coche no está en su sitio en el garaje. 

—¿Qué tal la cerradura? 

—Fichet. Son las que más te ponen, ¿no? 

No me hacía nada de gracia la perspectiva de trabajar con alguien tan inestable y tan poco profesional como Fabián, y si yo hubiera sido medianamente inteligente habría abandonado la idea en ese mismo momento, pero lo veía tan ilusionado con el robo y tan en la mierda en todo lo demás, que se me nubló la cabeza y decidí seguir adelante, pero antes quise dejarle unas cuantas cosas bien claras para evitarnos problemas.    

—Bueno, chico, creo que es posible, pero quiero que sepas que si hacemos esto juntos lo vamos a hacer como yo diga. ¿De acuerdo? 

—De acuerdo. 

—Vamos a ver, no quiero ni el más mínimo ruido cuando estemos allí dentro. Pase lo que pase y encontremos lo que encontremos, en diez minutos estamos fuera. Lo que buscamos es la caja, a ver si la hay. Miramos detrás de los muebles y de los cuadros sin mover nada. Como te vea tirar un cuadro al suelo me largo de ahí en ese mismo momento. Queremos efectivo y joyas nada más, y no nos llevamos nada que no quepa en las bolsas.  

—¿La ropa no? 

—Ni se te ocurra. Ocupa demasiado y no tenemos tiempo. 

A la mañana siguiente, a eso de las diez y media, estábamos delante de la casa. Hacía un calor del demonio y a mi juicio los pájaros de los árboles cantaban un poco más alto de lo necesario. Entramos en el portal cuando salía una vieja muy emperifollada que olía a colonia y que no nos respondió cuando le dimos los buenos días. La cerradura del piso se me resistió durante un par de minutos, pero no pudo conmigo. Los tubos de hierro que fijaban la puerta blindada al suelo y a las paredes cedieron y sentí el habitual escalofrío de placer en la espalda. Hasta ahí todo lo que fue bien, porque nada más entrar en el piso me di cuenta de que aquel no iba a ser para nada el golpe que Fabián me había hecho imaginar. Las paredes no se habían pintado en treinta años, el parqué crujía y los muebles estaban viejos y carcomidos. De ser gente de pasta de verdad estaba claro que era ya gente venida a menos, pero ya no había forma de echarse atrás y tal vez encontráramos algo de valor de todas formas. 

Le hice un gesto a Fabián para que buscara en el salón y yo me fui por el pasillo hacia los dormitorios, mirando con cuidado detrás de cada cuadro y tratando de no hacer ruido. Entré en un despacho con estanterías hasta el techo repletas de libros antiguos. Había por lo menos tres enciclopedias diferentes, dos colecciones de historia del arte y dos docenas de tomos bien gordos en los que ponía “Aranzadi”. Perdí tres o cuatro minutos buscando la caja detrás de los libros para nada: allí no había más que polvo. En el centro de la habitación había un escritorio bastante antiguo. Pensé que en los cajones tal vez pudiera dar con algo que mereciera la pena, pero nada, allí solo había alguna pluma antigua, un reloj con la correa completamente desgastada y varios rompecabezas. De la caja, por supuesto, ni rastro. 

Bastante irritado por la pérdida de tiempo fui a ver si había más suerte en el dormitorio principal y fue entonces cuando vi que la cama no estaba hecha y que la ventana estaba abierta. Me dio un salto el corazón. En qué momento se me habría ocurrido fiarme de Fabián y meterme en aquello con él. Me dieron ganas de estrangularlo, pero ya que estábamos a mitad de la faena y a pesar del riesgo de que los dueños de la casa aparecieran en cualquier momento, decidí tratar de tener cabeza fría y de no perder la oportunidad. En un cajón en la mitad del armario en la que estaba la ropa de mujer encontré un estuche con varias sortijas, pendientes, anillos y collares. Lo metí todo en la bolsa sin mirar siquiera lo que podrían valer. Abrí la puerta de la otra parte del armario pensando que tal vez estuviera escondida allí la caja y fue entonces cuando me encontré con el chiquillo. Nos asustamos mutuamente, pero ninguno de lo dos abrió la boca. El pobre estaba hecho un ovillo sobre una cajonera, con los brazos delante del pecho y los puños a la altura de la barbilla, como un boxeador contra las cuerdas. Enrollada en el puño de la mano izquierda tenía lo que resultó ser una revista porno. Olía a pis. No podía tener más que ocho o nueve años. No tenía pinta de que pudiera ponerse a gritar porque estaba paralizado por el miedo, pero comprendí que había que largarse de allí antes de que pasara algo, y que por nada del mundo debía Fabián enterarse de que había gente en la casa, porque no tenía ni idea de cómo podría reaccionar. 

—¿Cómo te llamas? —susurré. 

—Sergio. 

—Mira, Sergio. Estate tranquilo que no te va a pasar nada. ¿Me oyes? 

Asintió con la cabeza. 

—Trae eso, anda —le dije quitándole la revista de las manos—, eres todavía muy crío para estar mirando esas cosas. Además. Las cosas de tu padre son de tu padre y no se tocan. ¿Entendido?  

Volvió a hacer un pequeño movimiento con la cabeza. 

—Ahora te vas a estar aquí quieto y calladito durante cinco o diez minutitos más, y cuando salgas nos habremos ido ya. Pero eso sí, durante esos diez minutos no quiero nada de ruido. ¿Me lo prometes? 

—Vale. 

—Eres un valiente, chaval. 

Lo dejé ahí dentro del armario como lo había encontrado y me fui al salón a buscar a Fabián, que había dado con el cajón de los cubiertos y estaba metiendo tenedores y cucharas a puñados en su bolsa. Lo agarré del brazo y me lo llevé corriendo. 

—¿Qué pasa? 

—Pasa que nos vamos de aquí echando hostias, Fabián. 

En cuanto hubimos salido del portal le expliqué lo de la cama sin hacer y también le dije que había visto el desayuno sin recoger en la mesa de la cocina: había tres platos sucios, dos vasos con restos de leche y una taza de café a medias. Del crío preferí no decirle nada. Mejor que no lo supiera. Es posible también que le dijera tres o cuatro cosas subidas de tono antes de mandarlo callar y de decirle que se dejara de excusas hasta que hubiéramos llegado a un sitio en el que no hubiera nadie. 

Caminamos entonces a paso rápido y en silencio durante veinte minutos bajo un sol criminal hasta llegar al parque de la M-30 en el que nos habíamos visto el día anterior, donde encontramos un banco apartado en el que sentarnos. Había un par de grillaos haciendo footing y alguna que otra mujer paseando a un caniche, pero podríamos estar tranquilos. Fabián empezó otra vez con el tembleque en la pierna. Trató de encender un cigarrillo y no pudo porque también le temblaban las manos, así que se lo cogí y se lo encendí yo. 

—Lo siento, tío. Te juro que no había visto a nadie en toda la semana. Tenían que estar en la playa. No entiendo cómo ha podido pasar. 

—Calla. No le des más vueltas. Podía haberle pasado a cualquiera. 

—De verdad que lo siento. 

Cogí mi mochila y le eché un ojo rápido a lo que había en la bolsa. Tal vez con un poco de suerte le diera para ir tirando unos meses. 

—Toma —le dije—, es todo tuyo. 

—¿Qué? 

—Cógelo antes de que cambie de opinión. 

—¿Estás seguro? ¿No quieres que vayamos a medias como habíamos hablado?  

—No. No quiero nada. Es tuyo. Pero ahora me vas a tener que escuchar y me vas a tener que hacer caso. ¿Me oyes? 

—Sí. 

—No sé bien lo que valdrá lo que hay dentro, ni lo que te podrás sacar, pero esto es muy importante: no puedes venderlo todo de una, sino poquito a poco, en casas de empeño diferentes, y fuera de Madrid. Te intentarán hacer el lío, pero no te pases tratando de regatear y acepta lo que te den. No te conviene llamar la atención. 

—Vale, tío. Lo que tú digas.  

—Mira, Fabian. Eres un buen chaval, pero te tengo que decir una cosa: la verdad es no quiero volver a trabajar contigo nunca más. Puedes considerar esto como un regalo de despedida. No es nada contra ti, entiéndeme, pero no quiero volver a verte, y si nos cruzamos un día por la calle quiero que no me saludes. No nos conocemos y no nos hemos visto desde Manglares, y como le hables a alguien de mí te busco y te hago trizas, ¿de acuerdo? 

Lo dejé allí, en el banco del parque de la M-30, con los ojos rojos y las manos temblorosas, sin saber qué hacer ni para dónde tirar, agarrado a la bolsa negra como si en ello le fuera la vida. Yo me fui caminando a casa pensando que no era más que una cuestión de tiempo. Con lo discreto y espabilado que era Fabián podían pillarlo y hacerle hablar en cualquier momento. Me lo imaginaba tratando de cambiar la bolsa entera en una casa de empeños en Gran Vía: chivatazo o señal de alerta a los chicos de Leganitos y a cantar en la comisaría. Entonces el niño aquel me reconocería en una foto y en menos de nada me mandarían otra vez a pudrirme a un agujero. Me juré a mí mismo varias veces por el camino que no iba a pensarlo, que iba a hacer lo posible por olvidarlo todo y por seguir con mi vida como si no hubiera pasado nada ese día. Y después de unos seis meses sin apenas dormir por las noches, eso es exactamente lo que hice.  

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Nota: Gracias al blog de Literautas por la inspiración y el ejemplo: 

La niña fantasma

Martes, 7 de octubre de 2025, once y veinticinco de la noche  Hoy me he pasado el día entero asesinando y asesinando y asesinando otra vez...