Cuando el marido de Elena bajó a desayunar, dos horas y media más tarde que ella, le preguntó con la boca torcida si no hubiera sido posible esperar a que todos estuvieran despiertos para poner la lavadora. También le preguntó si había café y si ese día no iba a hacer aquellas tortitas tan ricas que había hecho la semana anterior. Elena respondió que esa mañana no tocaban tortitas y que el café estaba en la cafetera. Sobre la lavadora decidió no decir nada.
Elena tendía la colada en un tendedero plegable de plástico blanco y rojo, colocando estratégicamente cada calcetín y cada camiseta para aprovechar el espacio al máximo. Mientras se tomaba su café, su marido le contaba que un amigo suyo estaba hecho polvo porque unos días atrás le habían robado el coche: cuando había ido a cogerlo para ir a trabajar por la mañana ya no estaba donde lo había aparcado.
—Los del seguro no se hacen responsables —le explicó—, y en la policía le han dicho que es muy poco probable que puedan encontrarlo. Dicen que a estas alturas estará ya en el África Subsahariana con una matrícula de Mauritania, o que igual lo están vendiendo ya por partes en algún país de Europa del Este.
—¿Qué coche era?
—Un todoterreno Nissan. Un Qashqai. Lo tenía solo desde hace unos seis meses.
Al tiempo que estiraba unos vaqueros de niño y los tendía boca abajo, Elena le preguntó si la policía tenía alguna idea de quién podía haberlo hecho. Su marido le explicó que sería probablemente una red especializada de profesionales, como una mafia, y le contó que no era el primer coche que robaban en la urbanización y que parecía que iban ya cuatro ese año. Entonces su marido sacó un par de rebanadas de pan de molde y las puso en la tostadora. Después se acercó a la nevera y sacó una tarrina de mantequilla y un bote de mermelada de fresa.
Elena terminó con la lavadora y subió a cambiarse. Después, mientras se maquillaba delante del espejo antes de salir para ir al trabajo, pensó que le gustaría encontrar una buena manera de disimular las ojeras, aunque tal vez no hubiera nada que se pudiera hacer, y que algún día, quizá, unos meses más adelante, podría por fin dormir lo suficiente y descansar. En el autobús a Moncloa trataría de echar una cabezadita.
Ese mismo día, Elena se había levantado a las siete menos cuarto, y se había lanzado como un felino sobre su móvil, como en tantas otras ocasiones, para que la alarma no despertara antes de tiempo a su marido, que dormía boca abajo a su lado y roncaba ligeramente. Después se había duchado con agua menos caliente de lo que le hubiera gustado. Antes de bajar se había asomado a la habitación de su hijo Marcos y había recordado que faltaban ya solo dos meses para que cumpliera cinco años y se había preguntado cómo le gustaría que pasaran el día de su cumpleaños y qué tarta le gustaría que le hiciera. Ya abajo, en la mesa del salón, al lado del portátil de su marido, había encontrado dos latas de cerveza vacías y una bolsa de patatas fritas a medias que se había quedado abierta toda la noche. Había recogido las latas, había quitado con una bayeta amarilla la marca que habían dejado en la mesa, y había cerrado la bolsa de patatas fritas y le había puesto una pinza antes de guardarla en su sitio. Después se había acercado a la trampa casera para ratones que ponían entre el salón y la cocina todas las noches desde hacía dos semanas, y había comprobado que la cucharada de mantequilla de cacahuete que habían colocado como cebo seguía en su sitio. No había ningún ratón atrapado. Nunca lo había. Después había guardado la trampa en el armario donde estaban las escobas, el recogedor y la fregona, que era donde la escondían para que nadie, incluido Marcos, pudiera enterarse de que había ratones en la casa. Después, al ir a sacar la basura, había visto que otra vez había caquitas de ratón al lado del cubo. Las había recogido y había limpiado las baldosas con un espray y un pañuelo de papel. Había sacado la basura, se había lavado las manos a conciencia, había hecho el café, había pelado y troceado una manzana y la había colocado en un pequeño plato de plástico en la mesa. Entonces había subido para despertar a Marcos, que al darse cuenta de que estaba todo mojado se había puesto a llorar. Lo había tranquilizado, duchado y vestido y lo había dejado desayunando mientras ella subía para quitar las sábanas de su cama y poner unas nuevas. Después había escurrido bien en el agua de la bañera las sábanas mojadas, los calzoncillos y el pijama de Marcos antes de meterlo todo en la lavadora y de ponerla en marcha. Entonces, mientras el niño se tomaba sus cereales poquito a poquito y ella le daba un par de tragos a un café, Elena había respondido a un par de mensajes en el móvil, al segundo de ellos diciendo que vería lo que podía hacer. Entonces había hecho un pequeño vídeo en el que Marcos salía diciendo “buenos días, abuela” y se lo había enviado a su madre. Luego había conseguido convencerlo de que era importante comerse ese último trozo de manzana para estar sano y fuerte y le había limpiado bien la cara con un poquito de agua y una servilleta antes de salir de casa. Por el camino al jardín de infancia habían cantado juntos una canción que le gustaba mucho a Marcos, y después habían tenido un pequeño susto delante de un paso de cebra porque un todoterreno Audi negro no se había querido parar. Elena había memorizado su matrícula y sabía que no la iba a olvidar. Luego, al dejar a Marcos en el jardín de infancia había escuchado sin querer la conversación de dos madres que se quejaban de que había sudamericanos por todas partes, incluso en la urbanización, que no había seguridad y que estaba todo más sucio que antes, y había decidido hacer como si no hubiera oído nada y tratar de no pensar en ello. De vuelta a casa había vaciado el lavaplatos y había tenido que fregar a mano dos platos que no habían salido bien porque alguien los había metido sin antes aclararlos como era debido. Luego había recogido el desayuno. Entonces había sacado de nuevo la trampa para ratones y la había ajustado pegando una moneda de dos euros con celo en la parte de abajo de la trampilla para que el contrapeso fuera el adecuado, y la había vuelto a guardar en su sitio. Después había sacado la ropa de la lavadora y había comenzado a colocarla en el tendedero cuando había bajado su marido y le había preguntado por el café y por las tortitas.
A las dos de la madrugada de la noche siguiente Elena apagó la alarma de su móvil y salió de la habitación sin hacer ruido. Entonces se puso la ropa de ir a correr y preparó la mochila: guantes, herramientas, cartera, libro de familia y trescientos euros en efectivo por lo que pudiera pasar. Antes de salir de casa comprobó que no había ningún ratón en la trampa. Ya fuera, abrió la aplicación de Adidas en el móvil y empezó a correr a ritmo suave en dirección norte. Aunque el primer kilómetro se le hizo un poquito largo, estaba contenta de ver que a esas horas hacía mucho menos calor que por el día y que no había nadie en la calle. Eso era exactamente lo que necesitaba. Mientras avanzaba por su recorrido de siempre se iba fijando en las casas que conocía ya casi de memoria. Algunas le parecían más bonitas y aparentes y otras menos, pero casi todas le generaban un sentimiento de envidia que ya le era familiar. Pensaba que seguro que no había ratones en ninguna de ellas. Al mismo tiempo iba comprobando que las que tenían todavía alguna luz encendida eran las que ella ya sabía que tendrían alguna luz encendida, y que eran las menos. La voz de la aplicación le iba informando de cuántos minutos había tardado en recorrer cada kilómetro, del tiempo que llevaba corriendo en total y del ritmo que llevaba. Como casi siempre, el cuarto kilómetro había sido el más rápido. Esa vez lo había hecho en cinco minutos y diecisiete segundos. Pensó que estaba yendo demasiado deprisa y que no debería cansarse demasiado. No era prudente. A mitad del kilómetro cinco le llamó la atención un Volkswagen Touareg azul aparcado en la calle. Entonces dejó de correr, paró la aplicación y deshabilitó la localización en su móvil. Examinó el coche. ¿Por qué les gustarían tanto los todoterrenos? A juzgar por la matrícula parecía bastante nuevo y no tenía ningún golpe. Además estaba lo suficientemente apartado para sus intereses. Entonces Elena apagó como siempre la parte de su cerebro que le hablaba de riesgos y de consecuencias, se puso los guantes, sacó las herramientas de la mochila, forzó la cerradura tratando de no dejar marcas, subió al coche e hizo un puente para arrancarlo. Unos minutos más tarde, mientras conducía por la A6 hacia el punto de encuentro con el intermediario, pensaba que la dirección estaba un poco más suelta de lo que había imaginado, y que la cuarta marcha era un poquito corta para su gusto. También repasaba mentalmente los cálculos que habían ocupado su cabeza desde hacía meses: tres coches más. Solo tres entregas más y habría reunido por fin el dinero suficiente para poderse divorciar con las espaldas bien cubiertas y vivir por fin con Marcos en una casa para ellos dos solos.
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Nota: Gracias de nuevo al blog de Literautas por la inspiración y el ejemplo:
https://www.literautas.com/es/blog/post-20364/reto-de-escritura-veraniega/